lunes, 28 de junio de 2010

El regalo camuflado


Hace unos meses, al acercarme a consolar a un amigo que había perdido una votación en favor de otro candidato, me dijo que no estaba preocupado porque los disgustos de este tipo eran regalos camuflados. Una frase muy cierta ya que en muchas ocasiones lo que parecía ser un bien se transformó en tragedia y, al contrario, lo que se presentaba como un disgusto morrocotudo fue fuente de una próspera felicidad.
Con la frasecita rumiando en la cabeza encuentro a cada paso ejemplos que la van confirmando y transformando en una máxima que debería presidir nuestras vidas.
Últimamente, veo con frecuencia a una parejita de mi edad con los que nunca he intercambiado palabra a pesar de haberlos mirado de reojo durante muchos años. Cuando me tropiezo con ellos, siempre me viene a la mente aquella tarde en la terraza del Hotel Médano en que los vimos entrar jóvenes y sonrientes, unos recién casados cogidos de la mano. Sé que los miramos con la envidia de los veintipocos años. Tan jóvenes y ya estaban casados. Para nosotras, deseosas de encontrar a Mr Right, aquellos dos eran iniciados que habían vislumbrado el mundo de los adultos y estaban frente a los tabúes que aun nos hacían ruborizar.
Pero el tiempo pasa rápido y, ya es tanto el que ha pasado desde entonces, que ambos se han convertido en abuelos. Yo los sigo mirando de reojo y, aunque nunca sospecharían ser tema de blog, sí que su contemplación me ha servido para ilustrar la frasecita del principio.
Si los viera entrar ahora en la terraza de aquel hotel no sentiría ninguna envidia. Los años me muestran que las soledades que atravesé estaban diseñadas para mí y que, gracias a lo que parecían contrariedades y desaciertos, he recibido regalos inesperados. No, visto desde hoy, no me hubiera gustado ser yo la que entraba cogida de la mano de mi joven marido.
¡Ahora sí que lo entiendo!

jueves, 24 de junio de 2010

La partida

(imagen bajada de internet)

Caminaba por la calle hacia casa cuando el mundo a mi alrededor se me presentó de una manera peculiar. De repente sentí que andaba metida en medio de un decorado de cartón-piedra con edificios que se llenaban de inquilinos condicionados por las distribuciones caprichosas de arquitectos sin imaginación. Las tiendas eran escenarios donde se representaban comedias de intercambios mecánicos, sonrisas y expresiones de interés. Observé como todas las personas que caminaban a mi alrededor estaban representando un papel y se movían igual que lo hacen las fichas en el tablero de un juego de mesa. Más allá, en el paseo, ejércitos de personas vestidas con chándal y auriculares en las orejas marchaban a ritmos diversos propulsados por los brazos caídos a ambos lados del cuerpo. Nadie hablaba, todos miraban al frente como autómatas a la espera de la llegada de un hipotético platillo volante entre las palmeras.
Llegó la tarde y mientras pasaba el rastrillo en el jardín para recoger las hojas caídas, ví llegar a la verja de fuera a un par de mujeres jóvenes parapetadas tras sus sillitas en las que portaban sendos bebés. El caso es que mi vecina acaba de tener un niño y, tal como corresponde al guión del juego, venían a visitar a la nueva mamá en un ritual que últimamente se viene repitiendo cada tarde y que me devolvió la sensación de la partida sobre el tablero. Todas las señoras jóvenes con niños de la ciudad deben de haber contemplado alguna señal en la bóveda celeste, invisible para los otros seres, que les ha hecho acudir a casa de mi vecina como otrora hicieran los Reyes Magos siguiendo la estrella de Belén.
Seguí recogiendo las hojas, tal y como correspondía a mi parte en el juego y he vuelto a mover ficha en esta partida incierta en la que a veces pierdo y a veces también gano.

martes, 22 de junio de 2010

¡Me quedé helada!

(imagen bajada de internet)

Dicen que las épocas de crisis, aparte de sumirnos en un estado de nerviosismo e impotencia, vienen cargadas de regalos y oportunidades de crecimiento. Supongo que será verdad por lo que voy a contarles.
El sábado pasado amaneció nublado pero aun así fuimos a bañarnos al club náutico. No se veía a mucha gente por allí, pues las nubes habían dejado a los asiduos sentados en el sofá viendo el mundial o tumbados en una merecida siesta semanal. Disfrutamos, por lo tanto, de un despoblado paraíso que brilló glorioso bajo el sol radiante de la tarde.
Tras el baño en el mar y la comida, decidí ir a comprar un par de helados al puesto que año tras año se monta frente a las piscinas durante la temporada de verano. Pregunté cortesmente a la empleada por el precio de los cucuruchos de una bola y obtuve un 1.85 euros como respuesta. ¡Me quedé helada! El año pasado costaban 1 euro, comenté, y ante la inexplicable subida decidí dar la media vuelta e irme sin mi helado.
La verdad es que estaba rabiosa de que en la situación actual en la que la mayoría de las familias han visto sus sueldos recortados, unos señores decidan subir el precio de los helados en un 85% aprovechándose de que los padres cederán y aflojarán la pasta ante la insistencia de sus caprichosos hijos.
En ese momento decidí que aprendería a hacer mis propios helados y, ni corta ni perezosa, consulté las recetas en internet ¿dónde si no? Comprobé lo fácil que es hacer el helado casero y me decidí por una receta de helado de dulce de leche. Compré la nata para montar y puse a hervir una lata de leche condensada y voilà! ... se supone que ahora tendría que decir que me salió un helado maravilloso. ¡Pues no! la nata no montó bien y, aunque enfrié la nata y el bol, mi batidora no parece ser la adecuada. No he perdido la fe y mañana mismo salgo a comprar la nata ya montada.
Por eso coincido con lo dicho al principio: ¡esta época nos puede enseñar mucho! Y, además, tengo planes de aprender a coser, no sólo para ahorrar en la compra de vestuario sino para, entre puntada y puntada, conseguir relajarme un poco más.

sábado, 19 de junio de 2010

La isla de El Hierro


El Hierro, La Legendaria, es la isla más meridional y occidental del Archipiélago Canario. Ya en el siglo II, Ptolomeo fijó el meridiano cero en el extremo más occidental de la isla, el faro de Orchilla, constituyendo el fin del mundo conocido hasta entonces. No fue hasta el siglo XIX cuando fue desplazado por el meridiano de Greenwich (Inglaterra).
Los primitivos habitantes fueron los Bimbaches, de origen bereber, que vivían en cuevas y casas de piedra y que no mantenían contacto alguno con otros pueblos, subsistiendo de los recursos que les proporcionaba la isla: agricultura, pastoreo, pesca...
El Hierro fue conquistada por Jean de Bethencourt a principios del siglo XV, en el marco de la conquista normanda del archipiélago canario, que sometió a las islas de Lanzarote, Fuerteventura y El Hierro. Los bimbaches ofrecieron escasa resistencia y pronto fue colonizada la isla con campesinos procedentes de Europa que no tardaron en mezclarse con la población original.
La isla, de 278 kilómetros cuadrados, ofrece una gran variedad de paisajes de marcada personalidad: desde las zonas áridas y formaciones volcánicas del sur, las fértiles tierras bordeadas por muretes de piedra que nos traen recuerdos de Irlanda y los frondosos bosques de pinos y laurisilva del centro.
Declarada Reserva de la Biosfera por la UNESCO en el año 2000, El Hierro se ha mantenido alejada del turismo convencional para alegría de todos aquellos que quieren que mantenga su verdadera identidad.
Para todos los que deseen gozar de la tranquilidad que proporciona el contacto con la naturaleza en una isla cargada de magia y leyendas, les recomiendo El Hierro como el lugar ideal para pasar unos días inolvidables y huir de las altas temperaturas del verano. ¡Estoy segura de que no se arrepentirán!
* Casa rural La Era: alojamiento recomendado en El Mocanal, Valverde.

lunes, 14 de junio de 2010

Inútil nostalgia


A veces siento que me invade la nostalgia. Añoro los paisajes limpios de mi infancia, los verdes campos cubiertos de flores salvajes, los frutos maduros al alcance de la mano. Con el tiempo me voy convenciendo de que la nostalgia no lleva a ninguna parte, es un sentimiento oneroso que sólo proporciona una tristeza acolchada que nubla la vista. Para convencerme me digo que nadie añora vivir en la Edad de Piedra y me explico a mí misma que ahora sucede lo mismo: el mundo ha ido cambiando a nuestro alrededor y es normal que los paisajes se adapten a la ciudad global en la que vivimos.
A pesar de todo ello y de la buena voluntad que pongo en mi empeño continúo sintiéndome rara con las cosas que veo y añoro los espacios de antes en los que me podía perder en contacto con una naturaleza desregulada e intimista. El mundo se ha vuelto anónimo con calles iguales por las que circulan desconocidos preocupados por buscar un sentido a sus vidas en medio de un decorado de cartón piedra.
Por la tele nos bombardean con programas que muestran la barbarie que los seres humanos hemos infligido al planeta: pesca masiva, desclasificación de especies protegidas, vertidos de crudo descontrolados, contaminación acústica, aditivos alimenticios... y si nos acercamos a algún paraje un poco alejado nos topamos con basura tecnológica abandonada en las cunetas.
Me cuesta mucho, pero confío en poder dejar atrás la nostalgia para adaptarme a este mundo cambiante que me ha tocado vivir y sigo pensando que la morriña no es la mejor manera de interpretar el mundo.

jueves, 10 de junio de 2010

Para vosotros

Un poco de color en esta época gris que estamos pasando pero que sin duda dará paso a un mundo mejor. ¡Va por vosotros!

martes, 8 de junio de 2010

Un instante

Hace unos meses renové mi móvil y conseguí un aparato nuevo, de última generación, que tiene una cámara de fotos de 8.0 megapixels. No soy demasiado aficionada a sacar fotos, pero tener una cámara como ésta en el móvil que llevo a todas partes me está ayudando a captar momentos que poder compartir en mi blog con todos ustedes.
Volvía del supermercado a última hora de la tarde y, aunque vivo casi en el centro de la ciudad, tengo la suerte de tener el campo alrededor de mi casa. O sea que tengo todo: el campo y la ciudad a un tiro de piedra. Bueno, como decía, acababa de salir del supermercado y al pasar por este campo que se extiende detrás de un murete de piedra no pude evitar pararme a contemplar la luz del atardecer y su reflejo blanquecino sobre estas extrañas flores que han crecido últimamente.
Dejé la compra en el suelo y saqué mi móvil del bolsillo para inmortalizar el instante. En ese momento, un señor que venía en dirección contraria hizo lo mismo que yo, se paró y sacó su móvil. Lo miré y sonriendo le dije: '¡no se puede uno resistir! ¿verdad?'. Me sonrió mientras asentía.
Es el paisaje de una época de mi vida que a la luz de la tarde se mostraba efímero y perecedero. Pasará cuando me aleje y ya no siga ese camino para volver del supermercado o sucumbirá bajo las palas que transformen el paraíso en un parque temático. Ahí les dejo ese instante congelado que, un extraño y yo, compartimos sin proponérnoslo a través de nuestras cámaras.

domingo, 6 de junio de 2010

Corpus Christi




Hoy domingo, La Laguna celebraba el día del Corpus. Anoche, cuando regresábamos a casa, ya vimos grupos de personas agachadas en medio de la calle pintando el asfalto para luego rellenar el dibujo con flores, frutos y arenas de colores. Después de varios días de calor sofocante cambió el tiempo. Las nubes, arrastradas por fuertes vientos, cubrieron el cielo e incipientes gotas de lluvia empezaban a limpiar la atmósfera cargada de polvo del desierto. ¡Los pobres!- exclamé al ver a todas aquellas personas trabajando- ¡el viento se va a llevar todo por los aires!
Después de años sin pena ni gloria, las fiestas tradicionales están volviendo a arraigar en esta ciudad Patrimonio de la Humanidad. Se ha puesto de moda pasear por sus húmedas calles peatonales. La Laguna tiene ese caracter especial de pequeña ciudad en la que todo el mundo se encuentra cómodo con un jersey atado a la cintura, por si acaso.
Sobre las seis de la tarde salimos a caminar entre la multitud. Admiramos las alfombras, que milagrosamente seguían intactas, y no esperamos por la procesión porque el viento fresco nos convenció de que lo mejor era poner rumbo a casa.


No me puedo resistir a dejar una última foto que deja bien a las claras el cinismo de la sociedad en la que vivimos... pero, ¡ésa es otra historia!...

miércoles, 2 de junio de 2010

A deshora




El desierto se sacudió la arena con tal furia que una suave película de polvo cubre el sofocante calor. Salimos al oscurecer, como las cucarachas, en pos de los tímidos aires frescos de la noche. Estamos todos, sonrientes, a deshora, transgrediendo rutinas. En estos días de calor la naturaleza nos empurra la cabeza en la pura existencia. La vida vibra con fuerza bajo el engañoso sopor. Los cuerpos se insinúan, desprendiéndose de innecesarios ropajes, y el sudor se enfría en contacto con una insólita hebra de aire.
Lo inusual nos hace más humanos en un mundo mágicamente iluminado por otra luz donde las sombras se magnifican animadas por el tembloroso espejismo.
Ella también salió. La ví volver triste e insatisfecha con el rostro manchado de churretes de rimmel mezclados con sudor y alguna que otra lágrima. Me miró asustada al ser pillada a deshora, en esos momentos en los que los seres compartimos el mismo aliento.

martes, 1 de junio de 2010

¡Díme un nombre!



¡Díme un nombre! - nos gritaba el muro con voz ronca al vernos pasar. Volvíamos nuestros ojos hacia aquella muralla de piedra vieja que ocultaba un oasis de frutales regados por agua fresca del pozo. Seguíamos como si tal cosa, gesticulando como si fuéramos mayores, hasta que nos deteníamos a admirar las cicatrices que otros habían horadado en la dura roca rascándola con fuerza para tatuar en la superficie nombres y fechas rubricados por irregulares corazones atravesados por lacerantes flechas. Si empinábamos los oídos podíamos sentir la brisa soplando retahílas de nombres seguidos de fechas irrelevantes que un día contuvieron la eternidad.
¡Díme un nombre! - susurraba la voz cada vez que nos veía pasar. Llegará el día en que vendrás a mí con un nombre y una fecha, y me atravesarás el pecho con un afilado aguijón.


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Te dije el nombre y puse una fecha. Tracé mi secreto débilmente en tu carne, el pulso me temblaba y las letras, una tras otra, me alteraban la respiración. Tu fría piel se mostró cálida en un momento de confianza eterna. Hoy he pasado y me he acercado a ver los tatuajes borrosos respirando heridas de otros tiempos.
Y mientras lo hacía, me pareció oir - ¡Sé tu nombre! Alcé la mirada y te ví. Sonreiste. Me pareció que marchabas hacia algún lugar donde poder guardar nuestros secretos para siempre.