lunes, 12 de mayo de 2014

Ausencia


Parece ser que Picasso procuraba no estar presente en sus inauguraciones y cuando le preguntaban el porqué de su ausencia, siempre contestaba: 'No hay nadie más presente que el ausente' y no le faltaba razón. Lo ausente, aquello que falta, protagoniza muchos momentos de nuestra existencia. Libros y libros se han escrito sobre amores perdidos, imposibles, que con hueca presencia llenaron las vidas de personajes. Aquello de lo que carecemos llega a obsesionarnos tanto que, las más de las veces, nos volvemos incapaces de disfrutar de lo ya conseguido.
Llegado el momento mis compañeras de colegio y yo no sólo concluimos nuestros estudios sino que, como si alguien hubiera tirado de la alfombra bajo nuestros pies, nos quitaron de un plumazo el pasado, vaciaron nuestras aulas, quemaron nuestros pupitres, garabatearon en nuestras pizarras, profanaron nuestros rincones. Sin embargo, como decíamos al principio, esa ausencia ha magnificado el recuerdo. En nuestros encuentros se materializan aquellos espacios que conocemos de memoria; se despierta el olor a lápices recién afilados mezclado con los aromas que salen a través de la puerta de la cocina allá abajo junto a la ceiba; se oyen las risas y los cánticos mezclados con las solemnes campanadas y volvemos a sentir aquellos intensos sentimientos primerizos. Aunque nuestro primer impulso fuera reaccionar con impotencia ante la tristeza de no tener a dónde volver los ojos, reconozco que quizás haya sido ésta nuestra gran oportunidad de comprender la lección: todo lo físico concluye antes o después, mientras que lo importante, lo trascendente, permanece en nuestro interior ligado irremediablemente a aquella niña que, con un balde lleno de agua, mojaba la tierra bajo la ceiba para que no se levantara polvo durante los recreos.
Y cada domingo, de camino al estadio, el inmenso árbol me ve pasar y me cuenta viejas anécdotas sabedora de que ya hemos aprendido que también nosotros somos la ceiba.

viernes, 2 de mayo de 2014

Díme


Nos encontrábamos distantes y aislados, no sólo por los miles de kilómetros que nos alejaban de la capital, sino también por esa separación  que surgía en cuanto pronunciábamos cualquier palabra.  La radio nos hablaba de otra manera, con esas ces foráneas que, impuestas a los locutores de antaño como careta que esconde el rostro, nos llegaban recias y forzadas almidonando nuestras relajadas eses.
Hablar sin pronunciar las ces nos convertía automáticamente en provincianos del sur, abananados ciudadanos a los que había que oír de medio lado arrullándose en la melodía de un deje exótico. Y si además eras mujer, pasabas a ser una especie de geisha alatinada que embrujaba al personal con su belleza de palmera datilera sembrando un reguero exagerado de 'mi niños' y 'mi niñas'  con los que contrarrestar una silbante conversación seductora.
Porque, en realidad, creo que la colonización española tuvo mucho de colonización lingüistica: aquellos virreyes y gobernadores subyugaron a todos con sus cortantes ces e incisivas jotas .
Cuando alguna alumna nueva llegada de la península tomaba la palabra y reproducía con soltura el habla de la radio, nosotros ingenuamente pensábamos que todo lo que decía era brillante. Mientras que, nos agazapábamos detrás de palabras que no contuvieran la temida ce, ignorantes de que ese rasgo era tan sólo una de tantas otras diferencias.
Años más tarde, viajando en autobús por la Gran Vía madrileña, me entretenía observando a los peatones tratando de descubrir si eran o no de la península. Mi técnica consistía en detectar si al hablar  la punta de la lengua sobresalía entre los dientes o no. En caso de no hacerlo, se trataba de provincianos del sur, como yo.
Ese secreto handicap me acompañó muchos años. Pero el tiempo vuela, el mundo ha encogido y las gentes se han mudado de escenario y ahora resulta que sale a la luz que somos muchos más los que hablamos así, que el español en nuestra voz recupera vocablos perdidos y esa suavidad que adquirió a bordo de las goletas surcando océanos en busca del nuevo mundo, desgastándose contra las olas, las rocas y penetrando inexploradas selvas.
Sí, al final me doy cuenta de que aquellas ces jotas no eran para mí.