miércoles, 21 de julio de 2010

El nido - CONCURSO PARADELA DE COLES



Un nido de amor, el nido, anidar... palabras que traen ecos de comodidad y bienestar, de lugar último en el que no existe la amenaza y la concordia reina al calor de la lumbre. También se habla mucho últimamente del síndrome del nido vacío o malestar existencial que sufren las mujeres cuando sus hijos vuelan por sí solos y se alejan del nido. Lejos de ser un momento de gozo - la señal ineludible de que han cumplido correctamente su misión y de que sus vástagos han engrasando las alas que les permitirán volar hacia sus propias metas - la situación se vive como una crisis personal ineludible que pone en cuestión el sentido de la propia existencia. Después de años de vida agazapada tras las necesidades de otros nos miramos por primera vez ante el espejo de la verdad que nos devuelve el rostro de un ser que no reconocemos. El largo intervalo de tiempo transcurrido se ha tragado un trozo de vida y parte de nuestra naturaleza, como relatan los abducidos por extraterrestres incapaces de justificar unas horas de su existencia.
Pero los nidos no son ese lugar seguro libre de todo peligro. Guardo en mi memoria la ilusión que sentimos de niños al descubrir un nido dentro de un farol exterior de la casa en la que veraneamos. Lo que iba a ser la maravillosa aventura de ver crecer a los polluelos terminó trágicamente cuando un cortocircuito chamuscó el nido y sus ocupantes.
Celebremos pues la fiesta del abandono del nido y aplaudamos efusivamente el primer vuelo de nuestras crías convertidas en potentes aves ya que el nido es en sí mismo un lugar de engañosa paz con dependencias que, en caso de perpetuarse, podrían hacernos morir de inanición.

jueves, 15 de julio de 2010

Despedida


Aunque ahora me veas con este aspecto, no siempre fui así. Manos hábiles, movidas por la ilusión, alzaron mis muros piedra sobre piedra y me cubrieron con tejas calientes, recién horneadas. Floreció la vida en mi interior. Di sombra y refugio. Mis muros contuvieron el calor implacable de los tórridos veranos y los inviernos chorreantes dejaron sobre mis tejas un manto de verdor que me adornó para siempre. Mis ventanas se graduaban para dejar pasar al interior la luz necesaria con que alumbrar unos días condenados a pasar veloces hacia la nada. He dejado de oir las voces de aquellos a los que ya nadie llama. Se han apagado las risas infantiles, han cesado los vanos cuchicheos y los llantos calientes han ido perdiendose en la distancia. Me ha envuelto la soledad con su manto de polvo y suaves telarañas y, bajo él, he asumido el final.
Ya sé que es inútil una mano de pintura y un par de arreglos superficiales. Aunque lo hicieran, todos verían que no pertenezco a este mundo, que mis formas poco tienen que ver con las de las casas que me rodean. Ha llegado mi hora, mucho antes de lo que esperaba. Se acaba la fiesta como se acaban todas.
Me venden. Bueno, en realidad venden el hueco que dejo al marcharme sin humildad de un mundo en el que ya no me conmueven las voces que oigo.