lunes, 28 de enero de 2013

El circo



Las clases de lengua española en el colegio no me gustaban demasiado. En aquella época todo se limitaba a las reglas de ortografía, dictados y un montón de conceptos cuya definición repetíamos sin que nuestro cerebro las contemplara para poderlas interpretar. De aquellas largas horas perdidas memorizando disparates sólo recuerdo alguna que otra redacción en la que por algún motivo mi sensibilidad surgió desde lo profundo para dejarme transcribir mis incipientes sensaciones.
De entre ellas, una hablaba del circo. Recuerdo describir el solar abandonado que se transformaba de la noche a la mañana en un lugar mágico de ilusión y fantasía. La carpa redondeada a rayas blanco y rojo  bordeada por hileras interminables de bombillas que conseguían encender la emoción de la chiquillería. La noche, horas inusuales para  presenciar el espectáculo y el irremediable final que dejaba tras de sí el solar nuevamente abandonado.
Pues a veces me viene a la cabeza la misma imagen cuando contemplo el mundo actual. Siento que me estoy moviendo por calles que no son calles y paso ante fachadas detrás de las cuales no hay nada. La gente se desplaza distraída, llenando de sentido un decorado construido sin su consentimiento por algún ente manipulador que trata de dar vida al hueco escenario a base de engañar a las personas haciéndoles creer que hay algo detrás.
Aparte de la vacuidad, observo los ademanes resignados de aquellos que no hace mucho surcaban el mundo en total desenfreno y ahora, culpables, miran el asfalto que va derritiéndose al contacto con sus pies. Se apagaron las luces del mundo, las bombillas se han fundido y el decorado se ha acartonado, dejando entrever en su interior las piedras del solar que un día despertó fugazmente de su letargo.

jueves, 17 de enero de 2013

¡Oye!






Me da la impresión de que a nosotros, los españoles, no nos gustan demasiado las palabras cortas. ¿Será que su longitud no nos proporciona el tiempo necesario para pensar lo que vamos a proferir al minuto siguiente? o tal vez se trate de un vestigio de aquellos tiempos anhelados en los que nuestro país clavó su bandera en casi todos los lugares del planeta y nos acostumbramos a la grandeza que proporciona el oro. El caso es que, siendo la hija de un otrorrinolaringólogo (palabra larga que debe representar el súmmum del poderío), me siento muy herida por el tratamiento que está teniendo en nuestra sociedad ese verbo tan esencial como es el verbo "oír" consistente en tres letras de nada, vocales además dos de ellas, y una tilde incrustada en su mitad como una daga.
A primera vista nos podría parecer que la palabrita carece de cualquier trascendencia, aunque ese verbo chiquitito raquítico encierre una de las capacidades más esenciales del ser humano, pues es capaz de proporcionarnos el lenguaje y, con él, la columna vertebral de nuestra relación con la sociedad y con nosotros mismos. Su ausencia nos sume en el más terrible de los aislamientos, una alienación tal vez superior a aquella que proporciona la falta de visión.
Para no perder el hilo de mi discurso volveré al principio, a fijarme en esas tres famélicas letras que constituyen según la Real Academia de la Lengua el cuerpo de lo que significa: "percibir con los oídos", con lo que la pregunta "¿Me oyes?" significa literalmente: "¿Me percibes con los oídos?".
Pues bien, ¡Ya nadie dice eso! Les debía parecer muy poco sofisticado utilizar un verbo tan mermado y se han decantado por el más rimbombante "escuchar" que, por cierto, no significa lo mismo en absoluto. 
Según la Real Academia, "escuchar" significa "prestar atención a lo que uno oye", entra aquí en juego la voluntad como dejan a las claras frases como: "te oigo pero no te escucho".
Nuestra gente ha elegido la longitud con una palabra cuya última sílaba está aplastada de un manotazo por la  'ch' que contiene. ¿Me pregunto si habrá en la elección un cierto impulso masoquista?
A todas horas oigo presentadores radiofónicos preguntando a sus oyentes (o mejor, escuchantes): "¿Me escuchas?"; "No se te escucha"; "Apaga la radio que no se escucha bien"... 
Mientras tanto, yo me acuerdo de mi pobre padre y del cariño que puso en facilitar la vida del moribundo verbo y me apena pensar que canciones como "Oye, como va, mi ritmo..." de Carlos Santana van a perder su poesía con esa maquiavélica "ch" incrustada en el "Escucha como va, mi ritmo..."