Parece ser que Picasso procuraba no estar presente en sus inauguraciones y cuando le preguntaban el porqué de su ausencia, siempre contestaba: 'No hay nadie más presente que el ausente' y no le faltaba razón. Lo ausente, aquello que falta, protagoniza muchos momentos de nuestra existencia. Libros y libros se han escrito sobre amores perdidos, imposibles, que con hueca presencia llenaron las vidas de personajes. Aquello de lo que carecemos llega a obsesionarnos tanto que, las más de las veces, nos volvemos incapaces de disfrutar de lo ya conseguido.
Llegado el momento mis compañeras de colegio y yo no sólo concluimos nuestros estudios sino que, como si alguien hubiera tirado de la alfombra bajo nuestros pies, nos quitaron de un plumazo el pasado, vaciaron nuestras aulas, quemaron nuestros pupitres, garabatearon en nuestras pizarras, profanaron nuestros rincones. Sin embargo, como decíamos al principio, esa ausencia ha magnificado el recuerdo. En nuestros encuentros se materializan aquellos espacios que conocemos de memoria; se despierta el olor a lápices recién afilados mezclado con los aromas que salen a través de la puerta de la cocina allá abajo junto a la ceiba; se oyen las risas y los cánticos mezclados con las solemnes campanadas y volvemos a sentir aquellos intensos sentimientos primerizos. Aunque nuestro primer impulso fuera reaccionar con impotencia ante la tristeza de no tener a dónde volver los ojos, reconozco que quizás haya sido ésta nuestra gran oportunidad de comprender la lección: todo lo físico concluye antes o después, mientras que lo importante, lo trascendente, permanece en nuestro interior ligado irremediablemente a aquella niña que, con un balde lleno de agua, mojaba la tierra bajo la ceiba para que no se levantara polvo durante los recreos.
Y cada domingo, de camino al estadio, el inmenso árbol me ve pasar y me cuenta viejas anécdotas sabedora de que ya hemos aprendido que también nosotros somos la ceiba.